Hay ciudades que se muestran sin pudor al primer vistazo, como esas personas demasiado simpáticas que uno intuye que esconden poco. Y luego está Pamplona, que juega a ser discreta. Con su fachada de fiestas universales y sus postales medievales, parece invita dar una vuelta breve… y marcharse. Pero basta con quedarse un poco más, caminar sin rumbo fijo, para notar que aquí hay otra ciudad: una que no se cuenta, se vive.
Este texto es para quienes no se conforman con lo evidente. Para quienes saben que, como con los buenos vinos, Pamplona hay que dejarla respirar.
Donde el sol se despide en silencio: el mirador del Caballo Blanco
Mientras hordas de visitantes se apelotonan en la calle Estafeta buscando un encierro fuera de temporada, los pamplonicas de verdad suben al Baluarte del Redín cuando cae la tarde. Desde allí, el mirador del Caballo Blanco regala una de esas escenas que no necesitan filtro: montes ondulantes, el río Arga deslizándose como un secreto.
Os contamos un secreto, el mesón conocido como «El Caballo Blanco» es en realidad un palacete que fue erigido en 1961 utilizando piedras y elementos ornamentales del antiguo Palacio de Aguerre, demolido en la calle Nueva. Frente a este edificio se encuentra la Cruz del Mentidero, de la que solo se conserva la base y el fuste. Esta cruz, originalmente una picota o lugar de ajusticiamiento, fue construida en 1500 y trasladada desde su ubicación original en la confluencia de las calles Navarrería, Curia, Calderería y Mañueta.
Parques que no salen en los folletos (pero que enamoran)
Sí, la Ciudadela es una joya. Pero pregúntale a cualquier pamplonica por su refugio verde, y es probable que mencione con orgullo el Parque de la Taconera. Con sus ciervos melancólicos, pavos reales con aires de emperadores caídos y jardines de un romanticismo casi decimonónico, este rincón tiene la calma de una tarde sin agenda.
Y si uno busca un respiro más exótico, el Parque Yamaguchi sorprende con su aire zen y su planetario futurista, como si Japón y Marte hubieran decidido encontrarse en Navarra.
El Parque de la Magdalena ese remanso donde el canto de los pájaros tapa incluso las noticias del día.
Comer como en casa (pero mejor que en casa)
Pamplona presume de cocina con cariño, con orgullo, y sabiendo que no hay comparación. Pero mientras los viajeros se apretujan en bares del centro, quienes conocen la ciudad se escapan a barrios como Iturrama, San Juan o la Chantrea se encuentran tabernas y casas de comidas donde el producto local y la cocina casera son protagonistas que ofrecen menús del día de excelente calidad y pintxos cuidados sin necesidad de adornos innecesarios. En estos espacios se come bien, sin prisas, y a precios más que razonables. Otro secreto bien guardado son los bares de sociedades gastronómicas o de peñas fuera de temporada festiva. Algunas abren al público ciertos días, especialmente en fines de semana, y su cocina es una joya de la tradición navarra.
3 ciudades que se unen en una
Pamplona no siempre fue una ciudad unificada. Durante siglos, su corazón estuvo dividido en tres núcleos bien diferenciados: Navarrería, de origen medieval y vinculada al antiguo poblado vascón-romano; el burgo de San Cernin, fundado por comerciantes francos; y la población de San Nicolás, habitada mayoritariamente por artesanos. Estas tres comunidades, con sus propias leyes, murallas y hasta rivalidades, coexistieron en tensión hasta que en 1423 el rey Carlos III el Noble firmó el Privilegio de la Unión, un documento histórico que puso fin a los enfrentamientos y dio lugar a una única ciudad amurallada: la Pamplona que conocemos hoy.
Aún es posible rastrear las huellas de esta división en el Casco Antiguo, donde las trazas urbanas, iglesias y calles conservan la identidad de cada una de aquellas ciudades. Uno de los lugares que recuerda este pasado es Portalapea —nombre que en euskera significa “bajo la puerta”—, una antigua entrada al burgo de San Cernin que nos conecta con la memoria de una ciudad que aprendió a convivir uniendo sus diferencias.
Iglesias con historia que pasan desapercibidas
La Catedral de Pamplona suele llevarse todo el protagonismo, pero hay iglesias menos conocidas que atesoran auténticos tesoros. Una de ellas es la iglesia de San Saturnino, dedicada al patrón de la ciudad. Su fachada robusta y su torre campanario dominan la plaza consistorial, aunque muchas personas la pasan por alto. Otra joya es la iglesia de San Nicolás, construida en el siglo XII con fines defensivos, lo que le otorga un aspecto más propio de una fortaleza que de un templo. Su órgano barroco es uno de los más antiguos en funcionamiento en España y su acústica es especialmente valorada en conciertos de música clásica. También merece una mención especial la iglesia de San Lorenzo, que alberga la Capilla de San Fermín, lugar de veneración y recogimiento para muchas personas de Pamplona durante todo el año.
El Camino pasa por aquí… pero no siempre se queda
La mayoría de peregrinos y peregrinas cruzan Pamplona como quien atraviesa un vestíbulo. Sin embargo, esta ciudad ha sido posada y cruce de caminos desde antes de que Europa tuviera mapa. En el Centro Ultreia, entre pantallas y pergaminos, se entiende cómo el Camino moldeó no solo calles, sino costumbres, nombres y hasta acentos.
Y luego están esos detalles invisibles: la fuente medieval de la calle del Carmen, donde los caminantes se refrescaban sin saber que un día serían parte de un relato colectivo. A veces, las huellas más duraderas no las deja el pie, sino la sed.
Tradiciones que no buscan turistas, pero los acogen si llegan
El 8 de septiembre, Pamplona celebra el Privilegio de la Unión. Una fiesta con nombre de decreto pero alma de verbena, que recuerda que esta ciudad fue, durante siglos, tres ciudades rivales. Solo en Pamplona se puede festejar una antigua enemistad… con teatro y chistorra.
Y para quienes sienten nostalgia de San Fermín en pleno otoño, está el San Fermín Txikito, una versión íntima, vecinal y encantadora que demuestra que la alegría no necesita megafonía.
Arte entre murallas: la vanguardia se cuela por las grietas
Pocos saben que la Ciudadela, antes bastión de guerra, es hoy santuario del arte contemporáneo. Allí, entre cañones que ya no disparan y muros que ya no protegen, emergen esculturas, instalaciones y performances.
El Museo de la Universidad de Navarra, con su arquitectura pulida y sus exposiciones vibrantes, se ha convertido en el nuevo oráculo cultural de la ciudad. A veces uno entra por curiosidad… y sale repensando su lugar en el mundo.
Escapadas que solo se cuentan al oído
La Sierra de Aralar, y la historia de Teodosio de Goñi. O el valle de Arce, tan silencioso que parece un cuadro en pausa. La Valdorba y su románico. El valle de Ollo. Las foces de Lumbier y Arbaiun. Y por supuesto, Leyre, Olite, Roncesvalles… destinos que mezclan piedra, mito y esa paz que solo dan los lugares con pasado largo.
Pamplona no es para quien la mira con prisa, sino para quien sabe detenerse. Aquí, el verdadero espectáculo no está en lo que ocurre, sino en lo que permanece. En el saludo del panadero, en la sombra de una muralla, en una canción que suena bajito desde un balcón. Porque hay ciudades que se visitan. Y luego está Pamplona, que se hereda.



